5 de septiembre
Actualizado: hoy a las 9:28 am
En el corazón del lujo contemporáneo existe una rivalidad silenciosa pero profunda. De un lado, Hermès, una maison que ha convertido la paciencia y la artesanía en un modelo de negocio casi ritual. Del otro, LVMH, el conglomerado más poderoso del sector, que opera como una maquinaria de deseo global. Más que una diferencia de estilo, es una batalla filosófica por definir qué significa realmente el lujo.
LVMH, con 75 marcas que van desde Louis Vuitton y Dior hasta Tiffany, Moët y Sephora, fue consolidado por Bernard Arnault a través de una arquitectura compleja de adquisiciones, seleccionadas para construir un portafolio sin precedentes en la historia del lujo. Cada adquisición fue una jugada estratégica y cada marca, una ficha clave en su tablero. Hermès, en cambio, ha rechazado todas las ofertas, todas las presiones y todas las modas, protegiendo su independencia con la misma disciplina con la que cuida cada costura de una Birkin.
Hoy en The Story de GBM… exploramos cómo esta tensión entre expansión y contención ha dado forma a dos de las marcas más admiradas y rentables del planeta. Una rivalidad que va más allá del mercado y que encuentra en una bolsa de piel el símbolo perfecto de todo lo que está en juego.
Otros lentes para ver el lujo
Hermès y LVMH lideran el mercado global del lujo, pero lo hacen desde extremos opuestos. Uno cree en la exclusividad, el silencio y la durabilidad. El otro, en la visibilidad, la expansión y la eficiencia. Ambos son exitosos, ambos son deseados, pero su forma de construir se articula desde distintos frentes.
Hermès opera con una lógica casi espiritual. No se trata de vender más, sino de mantener la integridad de lo que se hace. Cada objeto está pensado para durar, ser útil y bello, sin prisa, sin concesiones. La producción es limitada por decisión, no por restricción. No hay rebajas, no hay licencias, no hay logos omnipresentes. El deseo se cultiva con tiempo, no con campañas. Y cuando se habla de lujo, Hermès responde con oficio.
LVMH, en cambio, busca eficiencia en cada paso de la cadena de producción. Su modelo se basa en escalar el deseo sin perder la ilusión de exclusividad. Bernard Arnault entendió que el lujo no solo es producto, también es storytelling, control de canales, adquisiciones estratégicas y presencia global. Desde el diseño hasta la logística, cada parte del ecosistema está pensada para maximizar alcance sin romper la magia. Es una orquestra de poder perfectamente ejecutada.
Ambas visiones funcionan, aunque una construye desde la convicción y la otra, desde la estrategia. Y en esa diferencia de enfoque está la clave para entender por qué una Birkin no se anuncia y un perfume de Dior está en cada aeropuerto del mundo.
Hermès: crecer sin ceder
Cuando Thierry Hermès fundó su taller en París en 1837, su único objetivo era fabricar arneses y sillas de montar de la más alta calidad para la nobleza europea y su gusto por los caballos. El lujo, entonces, no era una etiqueta aspiracional. Era una consecuencia natural del oficio bien hecho. Durante décadas, se dedicaron exclusivamente al mundo ecuestre. En 1880, su hijo Emile-Maurice trasladó el taller al número 24 de la rue du Faubourg Saint-Honoré, donde todavía opera hoy. Esa dirección no solo se volvió emblemática, se convirtió en un referente del trabajo bien hecho.
A lo largo del siglo XX, Hermès fue evolucionando con una calma que desafía toda lógica comercial. En los años veinte, introdujeron bolsos de cuero. En los treinta, la legendaria bolsa Kelly. En los cincuenta, los pañuelos de seda que hoy son íconos de la maison. Cada nueva categoría no fue una estrategia de diversificación, sino una extensión natural del mundo Hermès. Nunca lanzaron productos para alcanzar más clientes, sino para expresar mejor su identidad. Y eso cambió todo.
El crecimiento no vino de vender más rápido, sino de vender mejor. En lugar de multiplicar tiendas, Hermès se enfocó en controlar cada detalle: desde la selección del cuero hasta la formación de sus artesanos, muchos de los cuales pasan años como aprendices antes de tener la responsabilidad de elaborar una pieza completa. A diferencia de otras marcas que tercerizan producción, buscan maquilas a precios bajos o licencian líneas enteras, Hermès lo hace todo con su propio equipo. Hoy, cada bolso Birkin o Kelly se elabora a mano por un solo artesano, entrenado durante años, que firma con orgullo su obra. Como si se tratase de una obra de arte, no hay prisa, el tiempo y la meticulosidad es parte del valor.
Esa coherencia se convirtió en un modelo de negocio sin precedentes. En 2024, Hermès reportó más de $15,000 millones de euros en ingresos, con un margen operativo mayor al 40%. Su división de marroquinería representa más del 40% de las ventas globales, liderada por piezas que nunca están en escaparate. Así, mientras otras marcas hacen campañas, pautas y regalan piezas a influencers, Hermès solo necesita hacer lo que ha hecho desde 1837: dejar que el producto hable por sí solo.

LVMH: construir el imperio
Antes de convertirse en uno de los hombres más ricos del mundo, Bernard Arnault era un ingeniero civil graduado de la École Polytechnique y trabajaba en la empresa constructora de su padre. Su formación matemática y su enfoque metódico lo llevaron a interesarse por el negocio familiar, y eventualmente a transformarlo en un grupo más rentable. Fue ese mismo pensamiento estratégico el que aplicó cuando en 1984 compró una empresa en ruinas: grupo Boussac Saint-Frères, una textilera francesa. Entre sus activos estaba una marca olvidada que, en su momento, había redefinido la elegancia femenina: Christian Dior. El nombre seguía siendo poderoso, pero la empresa estaba mal administrada, desorganizada y financieramente destruida. Con respaldo del gobierno francés, Arnault desmanteló todo menos Dior. Despidió a nueve mil empleados, vendió las divisiones que no tenían futuro y se quedó con el único activo que importaba.
Dior cotiza en la Bolsa de París desde 1989, y su cotización paralela se ha mantenido incluso tras la reestructuración de 2017, cuando LVMH adquirió por completo la división de moda Christian Dior Couture.
Ese mismo instinto lo llevó poco después a fijarse en otro emblema del lujo francés: Louis Vuitton. Fundada en 1854, la marca había comenzado como un taller de baúles para los viajeros de la alta burguesía parisina. Sus cofres eran funcionales, resistentes y elegantes, diseñados para acomodarse en los compartimentos de los trenes y proteger las pertenencias más delicadas. A lo largo del siglo XX, Louis Vuitton se expandió al cuero, los bolsos y el prêt-à-porter. Para los años ochenta, ya era una marca valiosa, pero con operaciones fragmentadas. Fue entonces cuando se unió con Moët & Chandon y Hennessy, los dos gigantes históricos del champagne y el cognac. Juntas formaron LVMH en 1987, uniendo moda, vino y herencia bajo un mismo una misma empresa.
Arnault no perdió el tiempo, entre tensiones internas, compró suficientes acciones para tomar el control del grupo. Una vez dentro, aceleró su estrategia: transformar el lujo en un negocio corporativo con escala global. En los noventa, sumó Fendi, Céline, Loewe, Givenchy, Marc Jacobs, Kenzo y Berluti. También adquirió TAG Heuer, Hublot, Zenith y Bulgari para robustecer su división relojera y joyera. Y, en 2021, cerró una de las compras más simbólicas de su carrera: Tiffany & Co. por más de $15,000 millones de dólares.
A diferencia de Hermès, que cuida cada pieza como si fuera la única, LVMH construyó un ecosistema con marcas especializadas en cada categoría del lujo: desde los vinos de Dom Pérignon hasta la moda streetwear de Off-White. Lo que une todo ese portafolio no es el diseño, es la estrategia. Arnault centralizó las operaciones, blindó los márgenes y convirtió el deseo en una maquinaria precisa. Hoy, LVMH factura más de 86 mil millones de euros al año, opera en más de 70 países y marca el ritmo del lujo global. En su modelo, la belleza es importante, pero el negocio siempre es primero.

Tomar control en silencio
Durante más de una década, Hermès y LVMH operaron en paralelo. Una expandiendo su imperio a partir de más y más adquisiciones, la otro perfeccionando su técnica en un taller recóndito. Sin embargo, en 2010, la rivalidad dio un giro inesperado. Bernard Arnault, con el mismo enfoque meticuloso que había aplicado para comprar Dior, Tiffany y Moët, intentó ir por la única casa francesa que nunca había estado en venta: Hermès.
Lo hizo sin hacer ruido, a partir de maniobras financieras súper sofisticadas con las que acumuló discretamente una participación del 17% en Hermès. Cuando la operación salió a la luz, había alcanzado el 23% del capital. Para el público era una sorpresa, y para Hermès, una invasión. La familia calificó la jugada como una estrategia hostil disfrazada de alianza. Arnault insistió en que su intención era ser un accionista amistoso, pero nadie en Hermès le creyó. La respuesta fue rápida y contundente. La familia Hermès consolidó su participación mayoritaria en una entidad llamada H51, diseñada para blindar el control accionario y evitar futuras adquisiciones de este estilo. El enfrentamiento escaló hasta los tribunales franceses, durante años, la tensión mediática y tensa. Hermès, sin un solo spot publicitario, estaba en todos los titulares. Y LVMH, que sabe cómo hacer M&As, se encontró con una puerta cerrada que ni su capital, ni su influencia, ni sus estrategias sofisticadas podían abrir.
En 2017, Arnault cedió y LVMH acordó distribuir sus acciones de Hermès entre sus propios accionistas, retirándose oficialmente de la empresa. La operación le dejó grandes ganancias financieras, pero fue, en muchos sentidos, una derrota simbólica. Hermès había resistido no por capricho, sino por convicción. Dejó claro que no todo está a la venta a pesar de los ceros a la derecha de la oferta: su independencia no es solo una estrategia, sino parte de su identidad.
Esto no limitó a Arnault de intentarlo de nuevo con otras empresas, como Richemont, dueña de prestigiosas marcas como Cartier. Siguiendo la táctica que utilizó con Hermès, comenzó a adquirir participaciones minoritarias y a ejercer presión silenciosa en el mercado bursátil, lo que despertó inquietud entre los propietarios y llevó a Richemont a fortalecer su defensa para proteger su independencia.
La bolsa que lo dice todo
En 1984, Jane Birkin abordó un vuelo de París a Londres. En el asiento de a lado viajaba Jean-Louis Dumas, entonces CEO de Hermès. Durante el trayecto, todo lo que Jane traía en su canasta de mimbre cayó al piso, y Jame comentó con su vecino de asiento que aún no había encontrado bolsa de piel que fuera práctica, elegante y funcional. Dumas, que no solo dirigía Hermès sino que entendía profundamente el diseño como lenguaje, tomó nota. Semanas después, le envió el primer prototipo. Así nació la Birkin, sin focus groups ni market fits, sino como un gesto entre un artesano de ideas y una mujer con estilo propio.
El bolso Birkin original de Jane Birkin, diseñado a la medida para ella en 1984 y convertido en un ícono, se subastó el 10 de julio de 2025 en París por 8.6 millones de euros (aproximadamente $10 millones de dólares), récord para un artículo de moda.
La Birkin no fue pensada como un ícono, se volvió uno por accidente y por consecuencia. No tiene logotipo visible, no aparece en campañas ni se vende en vitrinas. Para tener una, se necesita contacto directo con la marca y un largo historial de compra. Una Birkin no se pide, se ofrece. Esa lógica, que parecería ridícula para cualquier otro negocio, es precisamente lo que la convierte en objeto de culto.
Cada Birkin se fabrica a mano por un solo artesano en Francia, en procesos que pueden tomar hasta 20 horas. Las costuras saddle-stitch, los cueros seleccionados, los herrajes bañados en oro o paladio… nada se improvisa y nada se acelera. Algunas versiones utilizan pieles exóticas, como el cocodrilo Niloticus del Himalaya teñido a mano en tonos degradados. Pero incluso los modelos más clásicos mantienen o incrementan su valor con el tiempo. En mercados secundarios, las Birkins no son solo bolsos. Son activos financieros. Estudios han mostrado que, en las últimas décadas, una Birkin bien conservada ha tenido mejor rendimiento que el S&P 500 y que el oro. No es especulación. Es exclusividad, manufactura y cultura. Sotheby’s, Christie’s y otras casas de subasta tienen divisiones dedicadas exclusivamente a bolsos de Hermès, y algunas piezas ya han sido exhibidas como arte en museos como el MoMA o el V&A. La bolsa que nació de una conversación en el aire (literalmente) se convirtió en el bien más codiciado del lujo silencioso. No solo por lo que cuesta, sino por lo que representa: paciencia, maestría y una elegancia que no necesita presentación.
En un mundo donde el algoritmo define qué queremos y la inmediatez dicta cuánto vale algo, la Birkin resiste como un símbolo de lo opuesto. No grita, no compite, no se entrega al ritmo del mercado. Y, sin decirlo, redefine el lujo para una nueva era.
El arte de hacer dinero con deseo
Detrás de los productos y la enemistad, Hermès y LVMH comparten algo más evidente: son máquinas extraordinarias de generación de valor. No solo construyen deseo, lo monetizan con una precisión milimétrica. Y sí, lo hacen de forma disitnta.
El modelo de Hermès está basado en control absoluto. La maison produce casi todo in-house: desde los talleres de marroquinería en Francia hasta sus propias curtiembres, fábricas de seda, cristalerías y fábricas de relojería. No existen licencias, franquicias ni maquilas, y el resultado es un margen operativo altísimo, que en 2024 superó el 40%. La razón es que Hermès tiene casi nulos costos adicionales a la producción y vende menos unidades, pero con precios sostenidos, sin rebajas, y con altísimos márgenes.
LVMH, en cambio, opera como un portafolio. Sus divisiones están organizadas por categoría: moda, vinos y licores, relojería y joyería, belleza, distribución selectiva. Algunas son más rentables que otras. Perfumes y cosméticos, por ejemplo, tienen márgenes más bajos, pero ofrecen alcance y volumen. Fashion & Leather Goods, liderada por Louis Vuitton y Dior, es el motor principal del grupo. El resto cumple roles estratégicos: fortalecer una marca, generar flujo de efectivo o ampliar la presencia. A través de adquisiciones inteligentes y economías de escala, LVMH ha conseguido operar con márgenes sólidos a pesar de su tamaño. Y, como toda buena cartera, balancea riesgo, geografía y rendimiento.
Hermès no diversifica ni concede volumen, mientras que LVMH sí lo hace y además lo gestiona con precisión. Una depende de la coherencia de una sola marca; la otra, de la sintonía de muchas. Pero lo que ambas prueban es que el deseo, si se construye con intención, es uno de los activos más rentables del mundo.
El futuro del deseo
El lujo siempre ha sido un lenguaje. Y, en las últimas décadas, la industria aprendió a hablar en voz alta: campañas digitales y físicas, alianzas con celebridades, lanzamientos masivos. Y LVMH lideró esta estrategia. Pero algo está cambiando, porque el lujo pasó de gritar a susurrar. En un mundo saturado de estímulos y likes, la exclusividad ha vuelto a ser una virtud. El silencio, un acto de poder.
El consumidor de lujo ya no busca solo acceso, busca autenticidad. No es solo tener el capital para comprar, es estar en la lista exclusiva de quienes pueden hacerlo. Y, ahí, Hermès parece estar mejor posicionada que nunca. No necesita adaptarse, porque ya estaba ahí. Su modelo de producción limitada, control meticuloso y resistencia a las modas pasajeras no solo ha demostrado ser rentable, se ha convertido en un modelo de negocio en sí mismo. No solo por lo que vende, sino por lo que representa: una forma más pausada, más intencional y más profunda de construir valor.
Incluso las políticas públicas están empezando a favorecer esta lógica. En junio de 2025, el Senado francés aprobó una ley que penaliza la moda ultrarrápida y prohíbe su publicidad. La idea no es solo frenar la contaminación o el consumo impulsivo. Es enviar un mensaje cultural: el valor no está en la abundancia, sino en la permanencia. En ese nuevo paradigma, Hermès no es una excepción, es el estándar.
Quizá el verdadero lujo del futuro no será tener más, sino tener mejor. No será lo inmediato, sino lo que se hace esperar. Y en esa ecuación, la Birkin, silenciosa y perfecta, seguirá cargando no solo objetos, sino significados. Porque cuando el deseo ya no se mide en vistas o clics, lo que sobrevive es aquello que nunca se quiso masificar.