15 de diciembre
Actualizado: hoy a las 3:42 pm
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The Story
OpenAI: La mente que enseña a pensar
En 2015, un grupo de científicos y emprendedores se reunió en San Francisco con una inquietud poco común: que la inteligencia artificial terminara superando la capacidad humana. Lo que comenzó como un debate sobre ética y tecnológica, pronto se convirtió en una idea concreta: crear un laboratorio que desarrollara IA de forma abierta y responsable. Así nació OpenAI.
Una década más tarde, aquella promesa idealista se transformó en una de las fuerzas más influyentes del mundo moderno. En 2025, OpenAI no solo impulsa herramientas que millones de personas usan cada día, también marca el ritmo de la innovación global y redefine la frontera entre el conocimiento humano y el artificial. Hoy en The Story de GBM seguimos los pasos de la compañía que nació del miedo al futuro y terminó construyendo gran parte de él.
Del miedo nacen buenas ideas
En el invierno de 2015, Silicon Valley vivía una época de euforia. Las startups crecían como laboratorios de promesas tecnológicas y el aprendizaje automático comenzaba a salir de los papers para entrar en los productos. En medio de ese entusiasmo, un grupo de emprendedores y científicos se reunió en San Francisco con una preocupación distinta. Elon Musk, Sam Altman, Greg Brockman e Ilya Sutskever no querían crear la siguiente gran aplicación, querían evitar que la inteligencia artificial terminara superando a sus creadores. Esa pregunta que se ha hecho la humanidad desde hace décadas.
Ese fue el primer prompt de OpenAI: ¿y si la inteligencia artificial se volvía más poderosa de lo que podíamos controlar? Su respuesta fue construir un laboratorio que desarrollara tecnología abierta, transparente y accesible para todos. En un mundo donde Google y Facebook escondían sus algoritmos como secretos de Estado, OpenAI propuso lo opuesto: compartirlos.
Durante un tiempo, lo lograron. Publicaban investigaciones, liberaban código y hablaban de cooperación global. Eran soñadores de la revolución digital. Pero la ciencia no se sostiene con buenas intenciones. Entrenar modelos a gran escala requería millones en energía, cómputo e infraestructura. La filantropía, por generosa que fuera, no podía seguir el ritmo exponencial del aprendizaje automático. Para continuar, OpenAI tenía que cambiar. Lo que había nacido del miedo al poder terminó descubriendo que, para sobrevivir, debía conseguirlo.
La inteligencia artificial empezó como una causa filantrópica, pero su escala la convirtió en un negocio intensivo en capital. Cada avance requiere inversiones millonarias en chips, energía y datos. En este sector, la innovación depende menos del talento y más de quién puede financiar el siguiente entrenamiento.
Del manifiesto al modelo
En 2019, Sam Altman enfrentó el dilema que pondría a prueba el propósito de OpenAI. El laboratorio sin fines de lucro había llegado al límite de lo posible: sus ideales podían inspirar, pero no financiar el futuro. Para sostener su trabajo, Altman creó OpenAI LP, una estructura que permitía atraer capital sin abandonar por completo la misión original.
Microsoft fue el primero en ver la oportunidad, invirtió mil millones de dólares y ofreció su nube Azure para entrenar los modelos. Con esa alianza, OpenAI consiguió lo que más necesitaba: poder de cómputo y estabilidad. A cambio, Microsoft obtuvo acceso privilegiado a una tecnología que pronto transformaría todo su ecosistema. De esa colaboración nació GPT-3, el modelo que llevó a OpenAI del manifiesto al negocio. La organización que había nacido para mantener la inteligencia artificial abierta terminó encontrando su valor en lo que podía reservarse.
El acuerdo con Microsoft fue más que una inversión: fue una adquisición encubierta de influencia. Con OpenAI integrada a Azure, Microsoft aseguró un nuevo motor de crecimiento y una ventaja competitiva frente a Google. El retorno estratégico superó cualquier múltiplo y convirtió el acceso a la IA en una barrera de entrada.
Cuando la máquina empezó a hablar
A finales de 2022, OpenAI lanzó ChatGPT. En un principio se trataba de una demo, un experimento para mostrar el potencial de sus modelos de lenguaje. En cuestión de semanas, se convirtió en el producto más viral en la historia de la tecnología. Millones de usuarios comenzaron a conversar con una inteligencia artificial capaz de escribir discursos, resolver problemas y crear historias con naturalidad.
Por primera vez, la IA dejó de ser un concepto abstracto y se volvió una experiencia cotidiana. En oficinas, escuelas y casas, las personas descubrían que una máquina podía entender y responder con lógica, humor o empatía. El impacto fue inmediato. Los servidores colapsaban, las redes sociales se llenaban de ejemplos y Silicon Valley entendió que el futuro ya no era una promesa, sino una interfaz de chat. El efecto económico fue igual de rápido. Fondos de inversión redirigieron miles de millones hacia startups con la palabra “AI” en su nombre. Las grandes tecnológicas se apresuraron a desarrollar sus propios modelos. Y empresas como Microsoft y NVIDIA vieron sus acciones dispararse. Lo que había comenzado como un laboratorio de investigación se había convertido en la fuerza que movía al mercado. En menos de un año, ChatGPT cambió la manera en que la humanidad se relaciona con el conocimiento. Y también cambió la narrativa de OpenAI: ya no era una organización que imaginaba el futuro, era la empresa que lo estaba escribiendo.
El lanzamiento de ChatGPT marcó el punto en que la IA dejó de ser tecnología y se volvió activo financiero. Desde entonces, el sector ha captado más de 200 mil millones de dólares en inversión privada, elevando valuaciones a niveles récord. Si la productividad real no alcanza las expectativas, el ajuste podría ser tan rápido como la euforia que lo impulsó.
El poder detrás del algoritmo
Para 2025, OpenAI había dejado de ser una startup para convertirse en una infraestructura global. Sus modelos impulsaban asistentes personales, diagnósticos médicos, sistemas educativos y hasta programas de defensa. La inteligencia artificial ya no era solamente una herramienta, sino el lenguaje operativo del mundo digital. Ese crecimiento exigió nuevos recursos. SoftBank aprobó un financiamiento de más de $20 mil millones de dólares y los analistas comenzaron a hablar de una posible salida a bolsa en 2026. La organización que había nacido sin fines de lucro se preparaba para cotizar en los mercados, elevando su valuación a niveles comparables con los gigantes tecnológicos.
El poder simbólico y financiero de OpenAI ya mueve economías enteras. Cada anuncio, cada actualización de modelo, altera los mercados y redefine estrategias. Pero la pregunta persiste: ¿puede una empresa que concentra tanto poder seguir diciendo que trabaja por el bien común?
Si su salida a bolsa se concreta, OpenAI podría debutar con una valuación cercana a un trillón de dólares. Pero esos múltiplos implican expectativas de crecimiento que ningún modelo ha probado sostener. La inteligencia artificial ya no compite por innovación, compite por credibilidad.
La inteligencia que ya no cabe en un laboratorio
A un año de su esperada salida a bolsa, OpenAI ya no es solo una empresa de tecnología, sino un reflejo de la época que la vio nacer. Sus productos están en la oficina, en las aulas y en las casas, moldeando la manera en que pensamos, trabajamos y aprendemos. La inteligencia artificial se volvió tan común que cuesta recordar que, hace apenas una década, era una promesa reservada a los laboratorios.
Pero toda revolución conlleva un riesgo. La fiebre por la inteligencia artificial ha inflado expectativas, inversiones y discursos. Lo que antes era curiosidad científica hoy sostiene las valuaciones de las mayores compañías del planeta. Si esa euforia se detiene, no será solo un ajuste financiero, sino un recordatorio de que incluso las máquinas que piensan siguen dependiendo de nuestra fe en el progreso.
OpenAI comenzó como una advertencia y terminó como un símbolo. Representa el impulso humano por crear algo que nos trascienda, incluso cuando no sabemos si podremos controlarlo. Su historia no solo explica el poder de la inteligencia artificial, sino también la fascinación de una civilización que quiso enseñarle a una máquina a pensar, y terminó descubriendo algo sobre sí misma.