26 de octubre
Actualizado: hoy a las 12:40 pm
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The Story
¿Ver anime ya es cool?
En los noventa, el anime era casi un contrabando cultural. Se compartía en VHS grabados con mala calidad, se veía en convenciones improvisadas en hoteles pequeños y se explicaba en revistas fotocopiadas que intentaban descifrar quién era Goku o qué significaba “otaku”. Era un lenguaje nuevo, una ventana a otro mundo que pocos comprendían. Japón producía para sí mismo, sin imaginar que incubaba una de sus exportaciones más valiosas, casi al nivel de Toyota o Nintendo. Mientras la economía japonesa atravesaba su llamada “década perdida”, el anime tejía silenciosamente una red de influencia cultural que pronto cruzaría océanos y fronteras.
El secreto de su expansión estuvo en que nunca se trató únicamente de “caricaturas”. El anime combinó música, merch, videojuegos y hasta turismo, mientras exploraba temas que Hollywood evitaba: la muerte, los dilemas existenciales, los límites del poder, los futuros distópicos. A través de historias visualmente audaces y emocionalmente profundas, conectó con audiencias que buscaban algo más que simple entretenimiento. Esa valentía narrativa, sumada a una estética inconfundible, lo convirtió en una forma de arte que dialogaba con la filosofía, la ciencia ficción y las emociones humanas con la misma intensidad.
Hoy en The Story te platicamos cómo este fenómeno cultural no solo conquistó al mundo, sino que también nos deja lecciones inesperadas sobre inversión, estrategia y construcción de valor a largo plazo. Porque sí, aunque parezca sorprendente, el anime y las finanzas tienen más en común de lo que imaginas… y aquí vamos a explorarlo.
El despertar global del anime
El punto de inflexión llegó en 2023, cuando por primera vez los ingresos internacionales superaron a los locales: más de la mitad del dinero generado no venía de Tokio, sino de mercados como Estados Unidos, México o Brasil. A partir de ese momento, la industria del anime dejó de pensarse en japonés y empezó a hablar un idioma global. El cambio fue tan profundo que incluso la manera de escribir, doblar y distribuir las series se adaptó a una audiencia mundial, conectada por la nostalgia y la tecnología. Empresas como Toei Animation, Kadokawa o Bandai Namco entendieron que su cliente ya no era el espectador local, sino un consumidor global conectado por internet y por una identidad cultural compartida.
El mercado global de anime superó los $30 mil millones de dólares en 2024, creciendo a tasas anuales cercanas al 9%. En el momento en que los ingresos internacionales superaron a los domésticos, al anime se consolidó en un verdadero activo de exportación cultural para Japón, al nivel de la industria automotriz y la tecnología.
Las empresas que apuestan al anime
Durante años, las grandes corporaciones miraban al anime como un producto marginal. Era algo que vivía en el olvido del entretenimiento, reservado para audiencias de nicho. Hoy, aparece en sus reportes financieros como indicador de crecimiento y motor de innovación. El cambio fue de percepción y de estructura: el anime dejó de ser contenido tangencial y se volvió infraestructura narrativa.
El caso más claro es el de Sony, que con la integración de plataformas de streaming especializadas logró unir producción, distribución y explotación de derechos bajo una sola lógica corporativa. Con más de 130 millones de usuarios en 200 países, captura valor en toda la cadena: desde la creación de historias hasta la venta de mercancías o experiencias. Ya no se trata únicamente de distribuir anime, sino de construir un ecosistema alrededor de él. En su estrategia, cada historia es una oportunidad para expandir su presencia en nuevas audiencias y fortalecer su posición en el entretenimiento global.
Netflix también apostó fuerte. Con decenas de títulos originales y exclusivos, la plataforma utiliza el anime para retener suscriptores globales y reducir rotación. El costo de producción es menor que el de un drama live-action, pero la lealtad de los fans es mayor y más sostenida. En un negocio donde la retención lo es todo, el anime ofrece algo que escasea: compromiso emocional. El espectador no solo mira, sino que participa activamente, comenta, colecciona y recomienda.
Los veteranos japoneses tampoco se quedaron atrás. Compañías históricas con décadas de experiencia convirtieron sus franquicias en verdaderas fábricas de flujo de caja. Hoy sus ingresos provienen tanto de productos licenciados, colaboraciones con marcas internacionales y videojuegos, como de la emisión televisiva o cinematográfica. Cada historia exitosa impulsa un ciclo completo de consumo: contenido, producto y comunidad. Esta integración vertical permite que incluso una sola serie alimente toda una industria de valor agregado.
La competencia tampoco se limita a Japón. Empresas chinas, coreanas y estadounidenses producen sus propias versiones inspiradas en la estética del anime. La batalla no es solo por “tener contenido”, sino por dominar la próxima gran franquicia transmedia capaz de cruzar fronteras. En esa disputa, el anime se convirtió en un terreno donde convergen creatividad, tecnología y capital global. El cambio es evidente: así como Disney encontró en los superhéroes el corazón de su imperio, el anime se perfila como el nuevo universo expansivo del entretenimiento del siglo XXI, un lenguaje global que combina emoción, tecnología y propiedad intelectual.
Las empresas que integran contenido, distribución y derechos (como Sony, Netflix o Amazon) capturan mayor valor gracias a la verticalización. En el caso de Sony, su división de entretenimiento ya representa más del 25% de sus utilidades operativas, impulsada por el anime y los videojuegos. Esta convergencia anticipa un nuevo tipo de conglomerado cultural, el que monetiza propiedad intelectual a largo plazo.
Cómo el anime deja dinero más allá de la pantalla
El anime dejó hace tiempo de ser solo un producto audiovisual. Su verdadero poder está en la forma en que convierte historias en ecosistemas económicos. En Japón lo llaman media mix, un modelo de expansión en el que cada relato se despliega en todas las direcciones posibles: manga, videojuegos, moda, conciertos, experiencias inmersivas y turismo. Es la cultura convertida en arquitectura empresarial, un sistema de monetización que convierte la emoción en ingresos recurrentes.
Detrás de una serie no hay solo guionistas y animadores, sino estrategas que piensan cómo cada lanzamiento alimentará el siguiente. Un nuevo arco narrativo impulsa ventas de cómics; el cómic inspira una película; la película dispara licencias; y esas licencias se transforman en productos, colaboraciones de moda o atracciones. Todo conectado, todo sincronizado. El contenido se convierte en plataforma de negocios, y el fan, en una fuerza de distribución global.
A diferencia del modelo hollywoodense, que se basa en presupuestos y grandes campañas de marketing, el anime opera con lógica compuesta. Cada historia se convierte en un activo vivo que genera retornos durante años, sin depender de una estrella ni de una temporada. Las franquicias se cultivan, no se agotan. Se reinventan con nuevas temporadas, adaptaciones, versiones interactivas o reinterpretaciones culturales. Esa adaptabilidad convierte al anime en una de las industrias creativas más resilientes del planeta, capaz de sobrevivir a cambios tecnológicos y generacionales sin perder relevancia.
Esa longevidad es su mayor ventaja. El fan del anime no es un consumidor ocasional, sino un participante activo. Crea, colecciona, recomienda y reinvierte su tiempo y dinero en el mismo universo narrativo. Es una comunidad global que amplifica el valor de cada historia sin necesidad de intermediarios. Su fidelidad no se compra con marketing, se gana con autenticidad y coherencia estética.
Incluso el turismo forma parte del circuito. Zonas urbanas enteras se transforman en destinos culturales gracias a la estética y a las historias del anime. El gobierno japonés lo entendió: cada visitante que viaja motivado por el anime no solo consume cultura, sino que exporta admiración y contribuye al ingreso nacional. Japón convirtió su identidad visual en una estrategia de marca país. En esencia, el anime vende continuidad. Y esa continuidad, monetizada a través de experiencias, productos y símbolos, lo ha convertido en una de las fábricas de propiedad intelectual más rentables y sostenibles del mundo actual.
La estrategia media mix genera márgenes superiores al 35%, al diversificar ingresos en licencias, retail, gaming y experiencias. Para inversionistas, este modelo demuestra cómo una sola historia puede escalar como una marca global sin requerir grandes presupuestos iniciales. ETFs de Japón y fondos temáticos de entretenimiento digital (como EWJ o HERO) capturan parte de esta tendencia.
El anime como motor generacional
Si quieres entender a la Generación Z, échale un ojo a sus pantallas. En sus redes sociales no predominan superhéroes ni celebridades, sino escenas de animación japonesa acompañadas de música, estética y emociones que trascienden el idioma. En una década, lo que antes parecía un gusto excéntrico se transformó en el lenguaje común de millones de jóvenes alrededor del mundo.
Las cifras confirman el cambio. En los principales mercados de América, Europa y Asia, más de la mitad de los jóvenes entre 18 y 24 años consume anime de manera habitual. En plataformas sociales, los contenidos inspirados en esta estética acumulan miles de millones de reproducciones y forman parte de la cultura digital cotidiana. Lo que antes fue una subcultura ahora dicta tendencias globales, alimentando la moda, la música y el diseño.
Las marcas globales lo entendieron rápido. Las colaboraciones inspiradas en el anime pasaron de ser apuestas experimentales a estrategias de posicionamiento. Para una generación hiperconectada, compartir referencias visuales del anime no es solo consumo, es identidad. Representa afinidad, comunidad y pertenencia en un entorno saturado de información. El anime se ha convertido en un lenguaje visual compartido, una especie de moneda simbólica entre generaciones jóvenes que ya no distinguen entre lo virtual y lo real.
Las plataformas de streaming también lo saben. El anime genera una retención superior al promedio, gracias a su narrativa continua y a la lealtad emocional de su base de fans. En una industria donde la retención es el mayor desafío, este tipo de contenido se ha convertido en un seguro de lealtad. No solo mantiene suscriptores, sino que crea embajadores espontáneos que recomiendan, debaten y expanden los universos narrativos sin costo adicional para las plataformas.
Al mismo tiempo, el poder de negociación de los estudios japoneses ha cambiado por completo. Durante años vendían barato sus derechos internacionales; hoy, con gigantes del streaming compitiendo por exclusivas, pueden financiar producciones más ambiciosas, negociar regalías más altas y mantener el control de su propiedad intelectual. La dinámica global se invirtió: ahora el creador tiene el poder.
Más allá de las pantallas, el anime se consolidó como símbolo generacional. Está presente en la moda, en la música, en el arte digital y en la forma en que los jóvenes se comunican en línea. Una generación que creció inmersa en este imaginario está empezando a ocupar posiciones de influencia en empresas, medios y gobiernos. Lo que antes era un gusto personal hoy es una identidad compartida que moldea tendencias, mercados y políticas culturales. El fenómeno ya no es moda: es infraestructura emocional y cultural.
¿En qué termina esta historia?
El anime dejó de ser un pasatiempo de nicho o una curiosidad juvenil. Hoy es un ecosistema cultural y económico de escala global que conecta industrias creativas, gobiernos, marcas de consumo y millones de seguidores. Lo que comenzó como entretenimiento local evolucionó hasta convertirse en una de las formas más sofisticadas de propiedad intelectual contemporánea.
Su modelo combina narrativa, diseño, música y tecnología para generar valor más allá de la pantalla. Cada historia es un activo que puede transformarse en experiencia, producto y comunidad. Esa capacidad de multiplicarse convierte al anime en una fuente estable de crecimiento y en un símbolo de cómo la cultura puede funcionar como economía.
A diferencia de la industria tradicional del cine, que depende de presupuestos y celebridades, el anime se sostiene sobre universos expansivos capaces de renovarse durante décadas. Su fortaleza está en la continuidad, no en la espectacularidad.
En un mundo donde la atención es el recurso más escaso, el anime ha logrado algo que pocas industrias consiguen: construir lealtad intergeneracional. Esa lealtad, convertida en capital cultural y financiero, es quizás la ventaja competitiva más poderosa del entretenimiento del siglo XXI. Y mientras otros sectores buscan la próxima tendencia viral, el anime demuestra que la consistencia, la visión de largo plazo y la autenticidad también pueden ser estrategias de crecimiento exponencial.